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Fotógrafa: Kati Horna |
Fue en
el invierno de 1974 cuando apareció Tita; el cielo indignado
vociferaba truenos y escupía despiadadamente sobre aquel pequeño
poblado. La gente desde sus casas observaba por las ventanas cómo
los rayos prendían y apagaban la noche. Don Eugenio, gracias a sus
lentes bifocales logró ver una sombra deambular por entre los
árboles; al inicio pensó que se trataba de una rama resistiéndose
a ser arrancar por el viento, pero cuando le aparecieron dos piernas
a su visión supo que se trataba de una persona, no hay tormenta que
sea tan fuerte para opacar unas buenas piernas de mujer, pensó.
Para
el amanecer ya todos en aquel pequeño pueblo hablaban de la
susodicha; algunos decían que era una sobrina lejana de la viuda
Carmencita y que la había venido a acompañar ahora que estaba
delicada de salud. Otros en cambio la mencionaban como una joven
sufrida del Norte que había venido a correr suerte escapando de un
destino poco prometedor, y no faltaban los fantasiosos que pensaban
en ella como una prófuga de la justicia. Lo cierto es que detrás de
ese rostro agrietado por el frío y entristecido por la vida se
encontraba una mirada tan acogedora que no había persona alguna que
se resista a querer habitar en ella. Gracias a esto logró de
inmediato conseguir trabajo donde Los Gómez Linze; una pareja de
médicos españoles que había llegado hacía algunos años al país
para dirigir el Hospital de la región. Vivían en la ciudad pero los
fines de semana viajaban a aquel pueblito remoto y en el verdor de
sus paisajes comprobaban que la paz no era una utopía citadina.
Reposaban y montaban los caballos de la finca de la que eran
propietarios.
Fue
la señora Gómez Linze quien atendió la puerta aquella mañana que
Tita se acercó al rancho, un ¨buenos días¨ y un café con leche
después ambas charlaban como si se hubieran conocido desde siempre.
La Tita le habló de como la orfandad la había llevado a enfrentarse
desde chica a una vida de peligros callejeros, educación desnutrida
y exceso de abusos (la lástima de la gente el peor de ellos).
También le comentó del terrible incendio en el convento donde vivió
sus primeros años y de la cicatriz en su mano izquierda que
conservaba de recuerdo. Y sobre su antigua patrona, una violinista
cordobesa que había despertado en Tita el deseo tremendo de aprender
a tocar aquél instrumento.
A
Tita le asignaron el pequeño dormitorio cerca de la huerta; Era
chico pero limpio y tenía su propio baño, mucho más de lo que
aspiraba. Sus tareas eran sencillas o al menos ella las hacía
parecer así. Por la mañana se encargaba de regar los cultivos,
luego recogía las hortalizas y frutos y con ellos fabricaba
conservas y mermeladas, las cuales colocaba en frascos de vidrios y
con una cinta de colores los adornaba y guardaba en la alacena. Ahí
esperaban a ser untados en una tostada por la señora Gómez Linze o
disfrutados sobre un jugoso bife por su marido los fines de semana.
Tita se esmeraba por hacer su trabajo a la perfección y en ocasiones
sorprendía a sus patrones con leche fresca que ella misma ordeñaba
o baños herbales que preparaba con agua tibia, manzanilla y jazmín
y, que según la señora eran mucho más bondadosos con su piel que
cualquier crema importada. El aprecio de la pareja lo ganó de
inmediato, pero fue su poder inexplicable para predecir las cosas lo
que la convirtió en una gran aliada, sobre todo para el señor
Gómez Linze quien se maravilló sobremanera la primera vez que Tita
predijo el equipo de fútbol que ganaría el Torneo Nacional sin
omitir cuantos goles marcaría y los nombres de los goleadores. Claro
que al principio su inédito don, como solían llamarlo, asustó a la
pareja pero poco tiempo y muchas apuestas ganadas después, lo
encontraron conveniente y hasta respetable.
Cinco
meses transcurrieron antes que lo verdaderamente insólito comenzara
a ocurrir; aquél domingo Tita había arreglado con más cuidado de
lo habitual su dormitorio, también había tejido una frazada color
verde y comprado un mosquitero que usaría para aislar a los
insectos. Al llegar la noche se acostó como de costumbre pero antes
del amanecer despertó, se calzó, se abrigó y caminó con paso
firme hasta la Iglesia de la comunidad donde al llegar encontró a
una curiosa multitud que rodeaba a un canastito ruidoso. Tita, con
una ternura casi amenazante destapó el cesto y agarró al pequeño
recién nacido que se encontraba dentro, lo puso sobre su pecho y
como si supiese de quien se trataba, lo llevó a casa. No hace falta
detallar la felicidad que causó la llegada de aquella recién nacida
en la vida de los Gomez Linze, nada es más triste para un matrimonio
que anhelar a los hijos que no se pueden tener.
A Tita no solo le permitieron conservar a la pequeña Marta sino que
además adecuaron una habitación dentro de la casa para ella;
contaba con una cuna de mimbre, un cómodo sillón y varias frazadas
más aparte de la tejida por Tita. A medida que pasaba el tiempo la
gente del pueblo quedaba maravillada por el parecido que encontraban
entre la nena y Tita. Para explicar el por qué sus risas sonaban
idénticas o por qué ambas alzaban la ceja cuando algo les desagrada
solían decir que cuando el vínculo de amor es tan fuerte crea
similitudes tan espesas como la sangre. Pero lo que nadie podía
explicar era cómo la mirada de la nena transmitía la misma
sensación acogedora que la de su rescatista. La voluntad de Dios es
incomprensible al entendimiento humano – contestaba el cura cuando
las doñas después de misa y con cierto disimulo hablaban de dicha
extrañeza. Era tanta la atención que el pueblo empezó a poner en
la pequeña, que fueron pocos los que notaron como Tita iba luciendo
cada día más cansada y con apariencia enfermiza; ya no podía
trabajar con tanta vitalidad como antes. Su fe sin embargo parecía
fortalecerse gracias a las visitas constantes que hacía a las monjas
de la Parroquia; entre rezo y rezo les aconsejaba ser cuidadosas al
apagar los candelabros del convento para evitar accidentes; las
monjas se lo agradecían con té y una dosis alta de ¨dios te
bendiga hija mía¨.
Marta
gozaba de la salud que Tita perdía de a poco, como si el crecimiento
de una significara la inexistencia de la otra. Cuando Marta aprendió
a correr a Tita le empezaron a fallar las piernas y el día que la
pequeña ingresó a la escuela la boca de Tita empezó a trabarse, ya
no lograba pronunciar ninguna de las palabras que antes creía suyas.
El médico de la familia no pudo explicar lo que le pasaba a ese
cuerpo cada día más transparente y debilucho, tampoco lograba
entender cómo había desaparecido la cicatriz en su mano, por mucho
que examinaba no encontraba rastro alguno de piel quemada, cómo si
el incendio jamás hubiera ocurrido. El reposo absoluto fue
inevitable.
En
vista de las circunstancias los Gómez Linze adoptaron legalmente a
Marta. La niña ahora viviría con ellos en la Capital donde
asistiría a una escuela privada y en sus ratos libres tomaría
clases particulares de música, le agradaban algunos instrumentos
pero eligió el violín. Llegó el invierno y con él las vacaciones
escolares; Marta entusiasmada apenas pisó la Finca corrió al
dormitorio de Tita para contarle todo sobre su nueva vida; al tocar
la puerta solo el silencio se hizo escuchar, una cama vacía y un
olor peculiar fueron lo único encontrado. Fue la señora Gómez
Linze quien semanas después mientras preparaba la alcoba para la
nueva empleada tropezó su mirada con un documento olvidado en el
armario. Se colocó sus anteojos porque no daba crédito a lo que
leía, la identificación tenía fecha de 1994, en ella aparecía
una joven con el rostro de la Tita que conoció pero mucho más
feliz, su nombre era Marta Gómez Linze, edad veinte años y su lugar
de trabajo el Conservatorio Nacional. Lo guardó en su bolsillo y
aunque no lo comentó con nadie desde ese día empezó a llamar a su
pequeña, Tita.
Gabriela Barco