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miércoles, 4 de junio de 2014

Tita

Fotógrafa: Kati Horna
Fue en el invierno de 1974 cuando apareció Tita; el cielo indignado vociferaba truenos y escupía despiadadamente sobre aquel pequeño poblado. La gente desde sus casas observaba por las ventanas cómo los rayos prendían y apagaban la noche. Don Eugenio, gracias a sus lentes bifocales logró ver una sombra deambular por entre los árboles; al inicio pensó que se trataba de una rama resistiéndose a ser arrancar por el viento, pero cuando le aparecieron dos piernas a su visión supo que se trataba de una persona, no hay tormenta que sea tan fuerte para opacar unas buenas piernas de mujer, pensó.
Para el amanecer ya todos en aquel pequeño pueblo hablaban de la susodicha; algunos decían que era una sobrina lejana de la viuda Carmencita y que la había venido a acompañar ahora que estaba delicada de salud. Otros en cambio la mencionaban como una joven sufrida del Norte que había venido a correr suerte escapando de un destino poco prometedor, y no faltaban los fantasiosos que pensaban en ella como una prófuga de la justicia. Lo cierto es que detrás de ese rostro agrietado por el frío y entristecido por la vida se encontraba una mirada tan acogedora que no había persona alguna que se resista a querer habitar en ella. Gracias a esto logró de inmediato conseguir trabajo donde Los Gómez Linze; una pareja de médicos españoles que había llegado hacía algunos años al país para dirigir el Hospital de la región. Vivían en la ciudad pero los fines de semana viajaban a aquel pueblito remoto y en el verdor de sus paisajes comprobaban que la paz no era una utopía citadina. Reposaban y montaban los caballos de la finca de la que eran propietarios.
Fue la señora Gómez Linze quien atendió la puerta aquella mañana que Tita se acercó al rancho, un ¨buenos días¨ y un café con leche después ambas charlaban como si se hubieran conocido desde siempre. La Tita le habló de como la orfandad la había llevado a enfrentarse desde chica a una vida de peligros callejeros, educación desnutrida y exceso de abusos (la lástima de la gente el peor de ellos). También le comentó del terrible incendio en el convento donde vivió sus primeros años y de la cicatriz en su mano izquierda que conservaba de recuerdo. Y sobre su antigua patrona, una violinista cordobesa que había despertado en Tita el deseo tremendo de aprender a tocar aquél instrumento.
A Tita le asignaron el pequeño dormitorio cerca de la huerta; Era chico pero limpio y tenía su propio baño, mucho más de lo que aspiraba. Sus tareas eran sencillas o al menos ella las hacía parecer así. Por la mañana se encargaba de regar los cultivos, luego recogía las hortalizas y frutos y con ellos fabricaba conservas y mermeladas, las cuales colocaba en frascos de vidrios y con una cinta de colores los adornaba y guardaba en la alacena. Ahí esperaban a ser untados en una tostada por la señora Gómez Linze o disfrutados sobre un jugoso bife por su marido los fines de semana. Tita se esmeraba por hacer su trabajo a la perfección y en ocasiones sorprendía a sus patrones con leche fresca que ella misma ordeñaba o baños herbales que preparaba con agua tibia, manzanilla y jazmín y, que según la señora eran mucho más bondadosos con su piel que cualquier crema importada. El aprecio de la pareja lo ganó de inmediato, pero fue su poder inexplicable para predecir las cosas lo que la convirtió en una gran aliada, sobre todo para el señor Gómez Linze quien se maravilló sobremanera la primera vez que Tita predijo el equipo de fútbol que ganaría el Torneo Nacional sin omitir cuantos goles marcaría y los nombres de los goleadores. Claro que al principio su inédito don, como solían llamarlo, asustó a la pareja pero poco tiempo y muchas apuestas ganadas después, lo encontraron conveniente y hasta respetable.
Cinco meses transcurrieron antes que lo verdaderamente insólito comenzara a ocurrir; aquél domingo Tita había arreglado con más cuidado de lo habitual su dormitorio, también había tejido una frazada color verde y comprado un mosquitero que usaría para aislar a los insectos. Al llegar la noche se acostó como de costumbre pero antes del amanecer despertó, se calzó, se abrigó y caminó con paso firme hasta la Iglesia de la comunidad donde al llegar encontró a una curiosa multitud que rodeaba a un canastito ruidoso. Tita, con una ternura casi amenazante destapó el cesto y agarró al pequeño recién nacido que se encontraba dentro, lo puso sobre su pecho y como si supiese de quien se trataba, lo llevó a casa. No hace falta detallar la felicidad que causó la llegada de aquella recién nacida en la vida de los Gomez Linze, nada es más triste para un matrimonio que anhelar a los hijos que no se pueden tener.
A Tita no solo le permitieron conservar a la pequeña Marta sino que además adecuaron una habitación dentro de la casa para ella; contaba con una cuna de mimbre, un cómodo sillón y varias frazadas más aparte de la tejida por Tita. A medida que pasaba el tiempo la gente del pueblo quedaba maravillada por el parecido que encontraban entre la nena y Tita. Para explicar el por qué sus risas sonaban idénticas o por qué ambas alzaban la ceja cuando algo les desagrada solían decir que cuando el vínculo de amor es tan fuerte crea similitudes tan espesas como la sangre. Pero lo que nadie podía explicar era cómo la mirada de la nena transmitía la misma sensación acogedora que la de su rescatista. La voluntad de Dios es incomprensible al entendimiento humano – contestaba el cura cuando las doñas después de misa y con cierto disimulo hablaban de dicha extrañeza. Era tanta la atención que el pueblo empezó a poner en la pequeña, que fueron pocos los que notaron como Tita iba luciendo cada día más cansada y con apariencia enfermiza; ya no podía trabajar con tanta vitalidad como antes. Su fe sin embargo parecía fortalecerse gracias a las visitas constantes que hacía a las monjas de la Parroquia; entre rezo y rezo les aconsejaba ser cuidadosas al apagar los candelabros del convento para evitar accidentes; las monjas se lo agradecían con té y una dosis alta de ¨dios te bendiga hija mía¨.
Marta gozaba de la salud que Tita perdía de a poco, como si el crecimiento de una significara la inexistencia de la otra. Cuando Marta aprendió a correr a Tita le empezaron a fallar las piernas y el día que la pequeña ingresó a la escuela la boca de Tita empezó a trabarse, ya no lograba pronunciar ninguna de las palabras que antes creía suyas. El médico de la familia no pudo explicar lo que le pasaba a ese cuerpo cada día más transparente y debilucho, tampoco lograba entender cómo había desaparecido la cicatriz en su mano, por mucho que examinaba no encontraba rastro alguno de piel quemada, cómo si el incendio jamás hubiera ocurrido. El reposo absoluto fue inevitable.

En vista de las circunstancias los Gómez Linze adoptaron legalmente a Marta. La niña ahora viviría con ellos en la Capital donde asistiría a una escuela privada y en sus ratos libres tomaría clases particulares de música, le agradaban algunos instrumentos pero eligió el violín. Llegó el invierno y con él las vacaciones escolares; Marta entusiasmada apenas pisó la Finca corrió al dormitorio de Tita para contarle todo sobre su nueva vida; al tocar la puerta solo el silencio se hizo escuchar, una cama vacía y un olor peculiar fueron lo único encontrado. Fue la señora Gómez Linze quien semanas después mientras preparaba la alcoba para la nueva empleada tropezó su mirada con un documento olvidado en el armario. Se colocó sus anteojos porque no daba crédito a lo que leía, la identificación tenía fecha de 1994, en ella aparecía una joven con el rostro de la Tita que conoció pero mucho más feliz, su nombre era Marta Gómez Linze, edad veinte años y su lugar de trabajo el Conservatorio Nacional. Lo guardó en su bolsillo y aunque no lo comentó con nadie desde ese día empezó a llamar a su pequeña, Tita.  

Gabriela Barco

domingo, 1 de junio de 2014

Le café de nuit

Un día se levantó y decidió viajar; pese a su larga edad él no escondía las ganas de explorar y conocer culturas, pueblos o hábitos. Su destino fue Ámsterdam, el motivo fue la pasión al arte, a la pintura, la admiración que le tenía al señor Vincent Van Gogh. Tardo mucho tiempo en tomar esta decisión, nunca se sentía totalmente convencido de hacerlo y no pasaba por un problema económico, al contrario, vivía muy cómodamente, simplemente dilató un poco mas el acontecimiento.
Fue en el verano europeo cuando arribó a Ámsterdam, (eligió ese destino porque hablaba con fluidez el idioma holandés) una ciudad increíble por cierto. Estuvo una semana en esa ciudad, luego el destino era otro. Aprovechó esos días para recorrer todo lo que pudo; algunas veces solo, otras acompañado por gente que fue conociendo. Allá, las personas, son muy gentiles y amables, siempre van a tratar de ayudar en lo que puedan. Una noche, Ignacio encaminó su ruta hacia el centro de la ciudad, quería experimentar las costumbres holandesas, probar las mejores cervezas, caminar por los canales y puentes que rodean a la localidad, se atrevió a visitar el barrio rojo con todo lo que eso implica, ver a las señoritas exponer su cuerpo detrás de una vidriera en calles muy angostas, entrar en los coffeeshop e investigar todo lo que tenía al alcance de la mano, preguntar y sacarse todas sus dudas. Compartió junto a Robin, un señor de la misma edad de Ignacio, unas cuantas pintas de varias cervezas y se animaron a probar un poco de hennep (marihuana). Realmente la estaban pasando muy bien y no quería perderse nada de esa hermosa ciudad.
Al otro día, luego de una noche bastante agitada para los 60 años de Ignacio, desayunó un poco de pan con queso, realmente exquisitos los quesos de Holanda, algo de fruta y se fue a alquilar una bicicleta para disfrutar de la capital del país, desde otro ángulo. Esta vez su actividad del día, era el tan esperado museo de Van Gogh. Buscó en su mapa donde quedaba, qué distancia debía recorrer y emprendió el viaje. Pasó por varios parques, por la casa donde vivió Ana Frank sus últimos años, también paso por enfrente de la fabrica de Heineken, pero con lo que se encontró y le llamo muchísimo la atención porque fue algo totalmente inesperado, fue con una gran multitud de gente, todas ellas con algo rosa, bailando, cantando y celebrando, pues era el día internacional del orgullo gay. Ignacio no lo podía creer, se detuvo a disfrutar y celebrar con la gente, aunque el no perteneciera a esa comunidad, no le importaba, porque fue algo que realmente lo sorprendió. Estuvo caminando con la multitud un largo rato hasta que decidió retomar su ruta e ir al glorioso museo.
Al llegar, dejó su bicicleta alquilada en uno de los lugares indicados para dicho vehículo y comenzó a hacer la fila para ingresar al edificio. Una vez sacado el ticket que lo habilitaba a explorar todos los lugares que quería y quedarse allí todo el tiempo que quisiera, inició su recorrido. Los primeros cuadros u objetos que aparecieron de Van Gogh, fueron su caballete, sus acrílicos, sus pinceles y una especie de maletín en donde guardaba todas estas herramientas antes dichas. Ignacio no lo podía creer, estaba viendo lo que siempre había soñado, imaginado y hasta vivido en algún sueño.
En el segundo piso del museo, entre tantas obras expuestas, se quedo mirando una muy detenidamente, prestando mucha atención, porque lo que estaba observando era algo imposible. En la pintura “Terraza de café por la noche” el personaje pintado de blanco, era él, era Ignacio. Se quedo inmóvil por unos cuantos minutos, no tuvo reacción; se puso a pensar y a analizar como era posible este hecho, pero no consiguió explicación alguna, simplemente aparecía el, pintado de blanco como en las copias que el había visto, pero la cara era la de Ignacio. Después de un largo rato viendo la obra, pensando, observo con mayor atención el rostro de este sujeto, su rostro; pudo darse cuenta que la
expresión que emitía era totalmente triste, apagada, preocupada, con un gesto en su mirada de dolor. Realmente no lo podía creer, habían pasado cuarenta minutos mirando el cuadro y no conseguía una explicación posible o razonable. Pensó en preguntarle a alguien que veía en el rostro de ese sujeto pintado de blanco, pero no se atrevió, sintió que había enloquecido en un punto y trato de convencerse al pensar que podía ser uno de los efectos de la marihuana de la noche anterior. Convencido en un cierto modo, siguió el recorrido, pero ya no era el mismo, claramente no podía sacarse esa imagen de su mente. Terminó de caminar todo el museo y comenzó a sentirse mal, muy mal. Fue ahí cuando opto por regresar al hotel y recostarse un rato, el calor era agobiante y se sentía muy cansado, casi agotado.
Cuando llegó a la habitación del hotel, preparó el baño y tomo una ducha que refresco su mente, pero no su cuerpo. Se recostó en la cama y se durmió profundamente, soñó cosas muy raras, cosas que lo hicieron angustiarse, transpirar y levantarse de pronto.
En casi ningún lugar había aires acondicionados, no se utilizan, solamente hay ventiladores o calefacción centralizada, cuando hace frío. Cuando consiguió estabilizarse y recobrar un poco el ánimo, miro la hora y eran las once de la noche. No había cenado y no estaba en sus planes, el malestar general seguía a su lado, empeorando minuto a minuto. El cansancio de su cuerpo lo obligó a dormirse de nuevo.
Al amanecer, ya con otra energía, Ignacio tomó una ducha y bajo al salón donde servían el desayuno. Su imagen era la de todos los días, pero su mente no, el se sentía vació, como si ese personaje pintado por Vang Gogh, le hubiera robado su alma, su esencia, su destino. Trató de mostrarse cómo siempre, pero en lo único que pensaba era en volver a ese museo y ver esa pintura, ese hombre vestido de blanco que portaba su rostro.
Salió del hotel y fue directamente a la parada del bus, que lo llevaría hasta el museo. Se puso a hacer la cola, sacó el ticket y fue directamente hacia la sala donde se encontraba la pintura. Mientras subía las escaleras, su ritmo cardíaco se aceleró muy rápidamente; mas allá de sus años, se fue agitando a gran velocidad. Llegó a pensar que cuanto mas se acercaba a la pintura, más se deterioraba. A pesar de esa reflexión y de su taquicardia siguió avanzando hasta la sala 17 donde se encontraba la obra.
Cuando llegó, casi exhausto y sintiéndose muy mal, se acercó a la pintura y observo con mucha atención que el personaje seguía allí, pero esta vez, sin su cabeza. Ignacio se quedó paralizado, millones de pensamientos, la mayoría negativos, abrumaban su mente. Empezó a tambalearse y a tropezarse. La gente allí presente trató de calmarlo y lo sentaron a un costado de la sala, le ofrecieron un vaso de agua que aceptó con gusto. A medida que se fue recomponiendo y estabilizando, consiguió incorporarse y se fue del museo.
Cuando llegó al hotel, subió a su habitación y se desplomo en su cama. Los pensamientos no lo dejaban tranquilo, se seguía sintiendo mal y no lograba tranquilizarse.
Fue a medianoche cuando sintió que no podía más, no tenía fuerzas ni siquiera para mover su cuerpo; se encontraba absolutamente quieto en su cama. En un segundo interminable revivió toda su vida, desde su infancia hasta los últimos días. Lleno de orgullo por un lado y tristeza por otro, cerró sus ojos y dejo de respirar.
Había entrado a otro mundo, uno totalmente desconocido.

Seis meses después de su muerte, uno de los encargados del museo y de la limpieza, descubrió en el cuadro de Vang Gogh, el mismo que observaba Ignacio, algo distinto, no era exactamente igual que siempre. Esta vez, el personaje pintado de blanco sí tenía su cabeza, también estaba con el rostro de Ignacio, pero la única diferencia es que ahora, se lo veía feliz y en paz.