Vistas de página en total

miércoles, 30 de julio de 2014

Grises, profundos y tristes

Oscar se encontraba absolutamente desesperado y aterrado. Su hijo había muerto en un accidente automovilístico. Su esposa estaba en un pozo depresivo del cual sería imposible salir. ¿Qué hacer? Él fue quien lo incentivó para que corriera, los autos fueron su locura, y si la locura se transmite en el ADN, su hijo la llevaba, sin lugar a dudas.
La adrenalina, los riesgos, el miedo. Hombres de aventuras fuertes. Aún así, daría lo que fuera por volver a verlo.
Llegó a su casa y abrió las cortinas. Una voz trémula se escuchó a lo lejos…
—Cerrá eso. El sol me molesta- Su mujer era un envase de angustia. Su cuerpo no podía contener tanto dolor. Su pelo enrulado parecía alambre. Se bañaba poco y sólo cuando la obligaban. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar, siempre vidriosos. Las ojeras parecían pintadas. Su silueta se dibujaba en el fondo de la habitación. Una montaña de piel flácida y arrugada que espera simplemente morir.
Obedeció a su esposa y cerró las cortinas. Se fue a la cocina y puso la pava para el mate. Cortó el pan en dos y tomó uno de ellos. Comenzó a masticarlo y contempló el otro pedazo que quedó en la mesada. El pan que tenía en la boca empezó a humedecerse y a despedir un sabor nauseabundo. Escupió rápidamente el trozo con moho. Su mirada quedó fija mirando un punto imaginario…
— ¿Qué pasaría si hubiese comido la otra mitad? No hubiese escupido el pan, el agua no hubiese hervido y ahora estaría tomando mate
— ¿Qué hubiese pasado si mi hijo no corría ese día? Hoy estaría vivo, mi mujer tomando mate conmigo y yo sin esta presión que se hunde en mi pecho.
Oscar se fue a dormir al sofá. No pudo conciliar el sueño. Se miró en el espejo, y lo único que éste le devolvió fueron unos ojos demasiado grises, tristes y profundos.
Se despertó en su cama solo, su mujer no estaba a su lado. Escuchó una voz desde el baño que le dijo:
—Arribaaaaaa! Hasta Darío se levantó ya. ¡No está enojado porque no lo llevaste a la carrera eh!.
Su desconcierto era extremo. “Soñaba” atinó a pensar. Se decía así mismo:
—Despertáte, despertáte —abrió sus ojos y seguía ahí.
—Papá, ¿hoy sí me podés llevar? —dijo Darío cuyas manos le transpiraban de la emoción.
Se levantó de golpe y se clavó la punta de la mesita de luz en el muslo derecho. Insultó.
— ¡Eso no estaba ahí! —dijo mientras se masajeaba la zona golpeada. La mujer se asomó desde la puerta del baño y le grita que la compraron ayer, en el mercado de pulgas.
Con cara desencajada, tomó un abrigo y salió a la calle. No lograba hacer coincidir los hechos lógicamente. Era un sueño. No, no lo era. Caminó sin rumbo y así llegó al parque. Se sentó en el único banco de la plaza que estaba bajo la sombra de un jacarandá. Fijó la vista en el lago artificial. Sus ojos eran los mismos. Grises, tristes y profundos… en demasía. El mundo cambió. No él. Volvió a entrecerrar sus ojos.
Sintió unas cosquillas en los dedos de los pies y miró al piso. Allí estaba, ese perro que no quiso tener, pero ahora grande, besándole los pies.
— ¡Sáquenme esto de acá! —gritó desconcertado. Darío dejó de leer el periódico, se acercó, tomó al animal del collar y le dijo a su padre:
—Papá, te espera mamá en el auto ¿Qué hacés así vestido? Hoy te lleva ella.
— ¿Ah, sí? ¿Desde cuándo maneja?
—Desde que tengo 5 años, pa. Vos no le enseñaste y se fue a una academia.
Otra vez, no entendía qué ocurría. Se aproximó a la ventana y ahí estaba ella. Su pelo recogido, sus ojos delineados y sus dedos en el volante, impacientes. Corrió el vidrio del ventanal y le gritó:
— ¡Andá sin mí! Me siento mal.
Con cara de asombro, sus ojos delineados y en perfecto estado se encontraron con los de Oscar. No era ella. No al menos la que compartió con él todos los momentos vividos, sus decisiones. Aquella mujer no era su cómplice, era otra. Ese no era Darío. ¿Qué buscaba en el diario? ¿Trabajo? Si es corredor.
Con todo el dolor, quiso volver. Si al menos hiciera ese recorrido con su esposa. La real. La que está en la cama. Ni habrá registrado que él no estaba. O quizás, sus otros yo estarían viajando por sus otras realidades. Encontrándose con esposas que no eran las propias y con hijos vivos o sin hijos.
Fue a la cocina y se sirvió una taza de té. Contempló su reflejo en el agua teñida. Levantó su mirada y, casi instantáneamente, unos brazos pequeños lo tomaron de la cintura.
—Abu, ¿Vamos a la plaza?- dijo una voz aguda y suave al mismo tiempo.
Era la cara de su hijo en miniatura. Darío no tenía hijos. Su exnovia había hecho un aborto hacía 4 años, pensó. Todo empezó a cerrar. Sonrió a la niña, y le contestó:
—Pedíle a la abuela.
—Pero abu, yo no conocí a la abuela —dijo la criatura.
Se encerró en la que era la habitación de Darío e intentó comprender. Ahora era un cuarto de juegos.
— ¡Basta, por dios! ¿Cuándo para?
En la mesa del cuarto de juegos, había un trozo de chocolate. Lo partió, y se comió un pedazo. Recordó el pan. Esa opción desechada que siguió su rumbo en otros universos. Y él, sin querer, encontró la puerta que los comunicaba.

Entró a un laberinto del que no sabía cómo regresar. Vio y escuchó a su hijo. Pero ése no era su hijo. Ahora tiene que hallar el camino de vuelta. Su mujer lo necesita y no sabe qué otro yo la podría encontrar. 

Ana Clara Zabala

miércoles, 4 de junio de 2014

Tita

Fotógrafa: Kati Horna
Fue en el invierno de 1974 cuando apareció Tita; el cielo indignado vociferaba truenos y escupía despiadadamente sobre aquel pequeño poblado. La gente desde sus casas observaba por las ventanas cómo los rayos prendían y apagaban la noche. Don Eugenio, gracias a sus lentes bifocales logró ver una sombra deambular por entre los árboles; al inicio pensó que se trataba de una rama resistiéndose a ser arrancar por el viento, pero cuando le aparecieron dos piernas a su visión supo que se trataba de una persona, no hay tormenta que sea tan fuerte para opacar unas buenas piernas de mujer, pensó.
Para el amanecer ya todos en aquel pequeño pueblo hablaban de la susodicha; algunos decían que era una sobrina lejana de la viuda Carmencita y que la había venido a acompañar ahora que estaba delicada de salud. Otros en cambio la mencionaban como una joven sufrida del Norte que había venido a correr suerte escapando de un destino poco prometedor, y no faltaban los fantasiosos que pensaban en ella como una prófuga de la justicia. Lo cierto es que detrás de ese rostro agrietado por el frío y entristecido por la vida se encontraba una mirada tan acogedora que no había persona alguna que se resista a querer habitar en ella. Gracias a esto logró de inmediato conseguir trabajo donde Los Gómez Linze; una pareja de médicos españoles que había llegado hacía algunos años al país para dirigir el Hospital de la región. Vivían en la ciudad pero los fines de semana viajaban a aquel pueblito remoto y en el verdor de sus paisajes comprobaban que la paz no era una utopía citadina. Reposaban y montaban los caballos de la finca de la que eran propietarios.
Fue la señora Gómez Linze quien atendió la puerta aquella mañana que Tita se acercó al rancho, un ¨buenos días¨ y un café con leche después ambas charlaban como si se hubieran conocido desde siempre. La Tita le habló de como la orfandad la había llevado a enfrentarse desde chica a una vida de peligros callejeros, educación desnutrida y exceso de abusos (la lástima de la gente el peor de ellos). También le comentó del terrible incendio en el convento donde vivió sus primeros años y de la cicatriz en su mano izquierda que conservaba de recuerdo. Y sobre su antigua patrona, una violinista cordobesa que había despertado en Tita el deseo tremendo de aprender a tocar aquél instrumento.
A Tita le asignaron el pequeño dormitorio cerca de la huerta; Era chico pero limpio y tenía su propio baño, mucho más de lo que aspiraba. Sus tareas eran sencillas o al menos ella las hacía parecer así. Por la mañana se encargaba de regar los cultivos, luego recogía las hortalizas y frutos y con ellos fabricaba conservas y mermeladas, las cuales colocaba en frascos de vidrios y con una cinta de colores los adornaba y guardaba en la alacena. Ahí esperaban a ser untados en una tostada por la señora Gómez Linze o disfrutados sobre un jugoso bife por su marido los fines de semana. Tita se esmeraba por hacer su trabajo a la perfección y en ocasiones sorprendía a sus patrones con leche fresca que ella misma ordeñaba o baños herbales que preparaba con agua tibia, manzanilla y jazmín y, que según la señora eran mucho más bondadosos con su piel que cualquier crema importada. El aprecio de la pareja lo ganó de inmediato, pero fue su poder inexplicable para predecir las cosas lo que la convirtió en una gran aliada, sobre todo para el señor Gómez Linze quien se maravilló sobremanera la primera vez que Tita predijo el equipo de fútbol que ganaría el Torneo Nacional sin omitir cuantos goles marcaría y los nombres de los goleadores. Claro que al principio su inédito don, como solían llamarlo, asustó a la pareja pero poco tiempo y muchas apuestas ganadas después, lo encontraron conveniente y hasta respetable.
Cinco meses transcurrieron antes que lo verdaderamente insólito comenzara a ocurrir; aquél domingo Tita había arreglado con más cuidado de lo habitual su dormitorio, también había tejido una frazada color verde y comprado un mosquitero que usaría para aislar a los insectos. Al llegar la noche se acostó como de costumbre pero antes del amanecer despertó, se calzó, se abrigó y caminó con paso firme hasta la Iglesia de la comunidad donde al llegar encontró a una curiosa multitud que rodeaba a un canastito ruidoso. Tita, con una ternura casi amenazante destapó el cesto y agarró al pequeño recién nacido que se encontraba dentro, lo puso sobre su pecho y como si supiese de quien se trataba, lo llevó a casa. No hace falta detallar la felicidad que causó la llegada de aquella recién nacida en la vida de los Gomez Linze, nada es más triste para un matrimonio que anhelar a los hijos que no se pueden tener.
A Tita no solo le permitieron conservar a la pequeña Marta sino que además adecuaron una habitación dentro de la casa para ella; contaba con una cuna de mimbre, un cómodo sillón y varias frazadas más aparte de la tejida por Tita. A medida que pasaba el tiempo la gente del pueblo quedaba maravillada por el parecido que encontraban entre la nena y Tita. Para explicar el por qué sus risas sonaban idénticas o por qué ambas alzaban la ceja cuando algo les desagrada solían decir que cuando el vínculo de amor es tan fuerte crea similitudes tan espesas como la sangre. Pero lo que nadie podía explicar era cómo la mirada de la nena transmitía la misma sensación acogedora que la de su rescatista. La voluntad de Dios es incomprensible al entendimiento humano – contestaba el cura cuando las doñas después de misa y con cierto disimulo hablaban de dicha extrañeza. Era tanta la atención que el pueblo empezó a poner en la pequeña, que fueron pocos los que notaron como Tita iba luciendo cada día más cansada y con apariencia enfermiza; ya no podía trabajar con tanta vitalidad como antes. Su fe sin embargo parecía fortalecerse gracias a las visitas constantes que hacía a las monjas de la Parroquia; entre rezo y rezo les aconsejaba ser cuidadosas al apagar los candelabros del convento para evitar accidentes; las monjas se lo agradecían con té y una dosis alta de ¨dios te bendiga hija mía¨.
Marta gozaba de la salud que Tita perdía de a poco, como si el crecimiento de una significara la inexistencia de la otra. Cuando Marta aprendió a correr a Tita le empezaron a fallar las piernas y el día que la pequeña ingresó a la escuela la boca de Tita empezó a trabarse, ya no lograba pronunciar ninguna de las palabras que antes creía suyas. El médico de la familia no pudo explicar lo que le pasaba a ese cuerpo cada día más transparente y debilucho, tampoco lograba entender cómo había desaparecido la cicatriz en su mano, por mucho que examinaba no encontraba rastro alguno de piel quemada, cómo si el incendio jamás hubiera ocurrido. El reposo absoluto fue inevitable.

En vista de las circunstancias los Gómez Linze adoptaron legalmente a Marta. La niña ahora viviría con ellos en la Capital donde asistiría a una escuela privada y en sus ratos libres tomaría clases particulares de música, le agradaban algunos instrumentos pero eligió el violín. Llegó el invierno y con él las vacaciones escolares; Marta entusiasmada apenas pisó la Finca corrió al dormitorio de Tita para contarle todo sobre su nueva vida; al tocar la puerta solo el silencio se hizo escuchar, una cama vacía y un olor peculiar fueron lo único encontrado. Fue la señora Gómez Linze quien semanas después mientras preparaba la alcoba para la nueva empleada tropezó su mirada con un documento olvidado en el armario. Se colocó sus anteojos porque no daba crédito a lo que leía, la identificación tenía fecha de 1994, en ella aparecía una joven con el rostro de la Tita que conoció pero mucho más feliz, su nombre era Marta Gómez Linze, edad veinte años y su lugar de trabajo el Conservatorio Nacional. Lo guardó en su bolsillo y aunque no lo comentó con nadie desde ese día empezó a llamar a su pequeña, Tita.  

Gabriela Barco

domingo, 1 de junio de 2014

Le café de nuit

Un día se levantó y decidió viajar; pese a su larga edad él no escondía las ganas de explorar y conocer culturas, pueblos o hábitos. Su destino fue Ámsterdam, el motivo fue la pasión al arte, a la pintura, la admiración que le tenía al señor Vincent Van Gogh. Tardo mucho tiempo en tomar esta decisión, nunca se sentía totalmente convencido de hacerlo y no pasaba por un problema económico, al contrario, vivía muy cómodamente, simplemente dilató un poco mas el acontecimiento.
Fue en el verano europeo cuando arribó a Ámsterdam, (eligió ese destino porque hablaba con fluidez el idioma holandés) una ciudad increíble por cierto. Estuvo una semana en esa ciudad, luego el destino era otro. Aprovechó esos días para recorrer todo lo que pudo; algunas veces solo, otras acompañado por gente que fue conociendo. Allá, las personas, son muy gentiles y amables, siempre van a tratar de ayudar en lo que puedan. Una noche, Ignacio encaminó su ruta hacia el centro de la ciudad, quería experimentar las costumbres holandesas, probar las mejores cervezas, caminar por los canales y puentes que rodean a la localidad, se atrevió a visitar el barrio rojo con todo lo que eso implica, ver a las señoritas exponer su cuerpo detrás de una vidriera en calles muy angostas, entrar en los coffeeshop e investigar todo lo que tenía al alcance de la mano, preguntar y sacarse todas sus dudas. Compartió junto a Robin, un señor de la misma edad de Ignacio, unas cuantas pintas de varias cervezas y se animaron a probar un poco de hennep (marihuana). Realmente la estaban pasando muy bien y no quería perderse nada de esa hermosa ciudad.
Al otro día, luego de una noche bastante agitada para los 60 años de Ignacio, desayunó un poco de pan con queso, realmente exquisitos los quesos de Holanda, algo de fruta y se fue a alquilar una bicicleta para disfrutar de la capital del país, desde otro ángulo. Esta vez su actividad del día, era el tan esperado museo de Van Gogh. Buscó en su mapa donde quedaba, qué distancia debía recorrer y emprendió el viaje. Pasó por varios parques, por la casa donde vivió Ana Frank sus últimos años, también paso por enfrente de la fabrica de Heineken, pero con lo que se encontró y le llamo muchísimo la atención porque fue algo totalmente inesperado, fue con una gran multitud de gente, todas ellas con algo rosa, bailando, cantando y celebrando, pues era el día internacional del orgullo gay. Ignacio no lo podía creer, se detuvo a disfrutar y celebrar con la gente, aunque el no perteneciera a esa comunidad, no le importaba, porque fue algo que realmente lo sorprendió. Estuvo caminando con la multitud un largo rato hasta que decidió retomar su ruta e ir al glorioso museo.
Al llegar, dejó su bicicleta alquilada en uno de los lugares indicados para dicho vehículo y comenzó a hacer la fila para ingresar al edificio. Una vez sacado el ticket que lo habilitaba a explorar todos los lugares que quería y quedarse allí todo el tiempo que quisiera, inició su recorrido. Los primeros cuadros u objetos que aparecieron de Van Gogh, fueron su caballete, sus acrílicos, sus pinceles y una especie de maletín en donde guardaba todas estas herramientas antes dichas. Ignacio no lo podía creer, estaba viendo lo que siempre había soñado, imaginado y hasta vivido en algún sueño.
En el segundo piso del museo, entre tantas obras expuestas, se quedo mirando una muy detenidamente, prestando mucha atención, porque lo que estaba observando era algo imposible. En la pintura “Terraza de café por la noche” el personaje pintado de blanco, era él, era Ignacio. Se quedo inmóvil por unos cuantos minutos, no tuvo reacción; se puso a pensar y a analizar como era posible este hecho, pero no consiguió explicación alguna, simplemente aparecía el, pintado de blanco como en las copias que el había visto, pero la cara era la de Ignacio. Después de un largo rato viendo la obra, pensando, observo con mayor atención el rostro de este sujeto, su rostro; pudo darse cuenta que la
expresión que emitía era totalmente triste, apagada, preocupada, con un gesto en su mirada de dolor. Realmente no lo podía creer, habían pasado cuarenta minutos mirando el cuadro y no conseguía una explicación posible o razonable. Pensó en preguntarle a alguien que veía en el rostro de ese sujeto pintado de blanco, pero no se atrevió, sintió que había enloquecido en un punto y trato de convencerse al pensar que podía ser uno de los efectos de la marihuana de la noche anterior. Convencido en un cierto modo, siguió el recorrido, pero ya no era el mismo, claramente no podía sacarse esa imagen de su mente. Terminó de caminar todo el museo y comenzó a sentirse mal, muy mal. Fue ahí cuando opto por regresar al hotel y recostarse un rato, el calor era agobiante y se sentía muy cansado, casi agotado.
Cuando llegó a la habitación del hotel, preparó el baño y tomo una ducha que refresco su mente, pero no su cuerpo. Se recostó en la cama y se durmió profundamente, soñó cosas muy raras, cosas que lo hicieron angustiarse, transpirar y levantarse de pronto.
En casi ningún lugar había aires acondicionados, no se utilizan, solamente hay ventiladores o calefacción centralizada, cuando hace frío. Cuando consiguió estabilizarse y recobrar un poco el ánimo, miro la hora y eran las once de la noche. No había cenado y no estaba en sus planes, el malestar general seguía a su lado, empeorando minuto a minuto. El cansancio de su cuerpo lo obligó a dormirse de nuevo.
Al amanecer, ya con otra energía, Ignacio tomó una ducha y bajo al salón donde servían el desayuno. Su imagen era la de todos los días, pero su mente no, el se sentía vació, como si ese personaje pintado por Vang Gogh, le hubiera robado su alma, su esencia, su destino. Trató de mostrarse cómo siempre, pero en lo único que pensaba era en volver a ese museo y ver esa pintura, ese hombre vestido de blanco que portaba su rostro.
Salió del hotel y fue directamente a la parada del bus, que lo llevaría hasta el museo. Se puso a hacer la cola, sacó el ticket y fue directamente hacia la sala donde se encontraba la pintura. Mientras subía las escaleras, su ritmo cardíaco se aceleró muy rápidamente; mas allá de sus años, se fue agitando a gran velocidad. Llegó a pensar que cuanto mas se acercaba a la pintura, más se deterioraba. A pesar de esa reflexión y de su taquicardia siguió avanzando hasta la sala 17 donde se encontraba la obra.
Cuando llegó, casi exhausto y sintiéndose muy mal, se acercó a la pintura y observo con mucha atención que el personaje seguía allí, pero esta vez, sin su cabeza. Ignacio se quedó paralizado, millones de pensamientos, la mayoría negativos, abrumaban su mente. Empezó a tambalearse y a tropezarse. La gente allí presente trató de calmarlo y lo sentaron a un costado de la sala, le ofrecieron un vaso de agua que aceptó con gusto. A medida que se fue recomponiendo y estabilizando, consiguió incorporarse y se fue del museo.
Cuando llegó al hotel, subió a su habitación y se desplomo en su cama. Los pensamientos no lo dejaban tranquilo, se seguía sintiendo mal y no lograba tranquilizarse.
Fue a medianoche cuando sintió que no podía más, no tenía fuerzas ni siquiera para mover su cuerpo; se encontraba absolutamente quieto en su cama. En un segundo interminable revivió toda su vida, desde su infancia hasta los últimos días. Lleno de orgullo por un lado y tristeza por otro, cerró sus ojos y dejo de respirar.
Había entrado a otro mundo, uno totalmente desconocido.

Seis meses después de su muerte, uno de los encargados del museo y de la limpieza, descubrió en el cuadro de Vang Gogh, el mismo que observaba Ignacio, algo distinto, no era exactamente igual que siempre. Esta vez, el personaje pintado de blanco sí tenía su cabeza, también estaba con el rostro de Ignacio, pero la única diferencia es que ahora, se lo veía feliz y en paz.

domingo, 11 de mayo de 2014

El nene del pozo

-¡Oye tú!, ¿qué haces ahí abajo?, sube, pues- le grita un nene de diez años, Gustavito, que acababa de encontrar a otro aparentemente de la misma edad en lo más profundo de un aljibe. Por suerte, por ahora, es de día y se ve con claridad la cara ensuciada del niño de abajo.
-Decime dónde vivís y voy a buscar a tus padre- le dice Gustavo –o a los bomberos.
-No no, dejá. Acá se está muy bien. Pues arriba hace un calor de morirse, acá tengo agua y está fresquito- dice el niño de abajo, ni un solo músculo de la cara se le tensó al hablar.
-Pero no- le reprocha Gustavito, le dice que es peligroso estar ahí abajo, aunque empieza a sentir que ahí arriba realmente hacía mucho calor y que abajo debe de estar fresquito –tus padres deben de estar preocupados.
-Mis padres mismos me mandaron acá, ellos están en otros pozos ahora. Mamá nos hizo una vianda a cada uno de mis hermanos, somos cuatro- le confía el muchacho de abajo. Empiezan a hacerse amigos.
Gustavo, un poco envidioso por el trato que les da su mamá, no le cree, y lo trata de mentiroso.
-Mirá- le muestra una bolsa de madera y de ella saca un sándwich que desde arriba se veía riquísimo –es de atún, como me gusta a mí- le dice el chico. –A mi hermana María le gusta de jamón, a mi hermano mayor Miguel de roquefort y a mi hermano menor Agustín de manteca y salame-
-¡Qué hambre que me estás dando, encima hace un calor acá!- le responde Gustavo. –mi mamá se fue a la panadería a trabajar y mi papá está en el bar, como siempre, gastando lo de mi mamá. No sé qué comeré.
El nene de abajo ya siente lástima por Gustavo, y está a punto de subir para abrazarlo, pero algo lo detiene, Gustavo se da cuenta. -¿Por qué no vienes aquí abajo conmigo?, yo no puedo subir porque si se entera me padre, me faja- le dice el niño del pozo -¿Por qué no bajas tú?, tus padres no se enojarán, ¿cierto?
El niño de abajo estaba en lo cierto, nadie se enojaría si él bajaba. –¿Pero cómo subimos después?- pregunta Gustavo.
-Esa es la parte más fácil- dice el niño de abajo –lo más difícil es bajar, ya que serás nuevo en el rubro de bajar pozos. Una vez que entras, bajaras resbalando la espalda y controlas que no te caigas con las piernas, tienes las piernas fuertes, ¿no? La subida es igual, pero en sentido contrario.
Gustavo pensó que era fácil y hasta divertido. Y para colmo él siempre ganaba cuando jugaba al fulbito por lo fuerte que le pegaba a la pelota. Así que empezó a bajar. -¿Me vas a convidar de tu sándwich? El de atún también es mi preferido- le pregunta Gustavito a la mitad del pozo, pero miente, jamás probó el atún.
-Si si, te lo doy todo si querés- le responde el nene del pozo –total no tengo hambre yo.
-¡Uff! Sí que cuesta bajar, ni me quiero imaginar subir- dice exhausto Gustavo.
-¿Por qué me mentiste Gustavito?- le dice el niño del pozo al ex nene de arriba –a ti no te gusta el atún, porque no lo conoces-
Gustavo se dio vuelta ya que al bajar quedó de espaldas al nene de abajo. Pero al darse vuelta, ya se había ido, y quedó solo en ese pozo. Era de noche y hacía frío. 

Julián Vega Fischer 

jueves, 1 de mayo de 2014

Acordes en la inmortalidad

Otro jueves a la tarde en que tengo que reunirme con mi grupo terapéutico. Sí, quizá impulsada por mi entorno estoy yendo. Es que no me entienden. Obviamente que te extraño. Quisiera que estés conmigo, como al principio… aunque ahora sé que las cosas cambiaron un poco.
Hoy, me pidieron que escribiera una carta para despedirme de vos. Pero no me comprenden, es imposible.
En mis años mozos,
te conocí dirigiendo la orquesta, te miré y estabas al lado mío. Cada nota que toco con mi violín hace que aparezcas sonriendo socarronamente parado desde el balcón. Levanto la vista para empezar a hablarte y con un gesto vago me decís que siga tocando.
Para que realmente te vayas, tendría que quemar este instrumento y matar una parte mía. No puedo. Y no quiero.
Nuestras charlas por la mañana, tus quejas por mis mates amargos, el olor a tabaco…
Me acuesto a la noche, y al despertar al día siguiente las cenizas de tus cigarrillos están en el borde de la ventana. Siempre cenizas nuevas que limpio, y aparecen otra vez.
Vuelvo a tocar, ahora más que nunca porque eso te trae hasta mí.
Sí, el grupo terapéutico. Buscaré alguna canción vieja, la transformaré en carta y diré que la escribí yo, que “estoy curada”. Aunque en realidad, vos y yo lo sabemos, nos encontramos todos los días, a cualquier hora, entre las cuerdas de mi violín. 

Ana Clara Zabala

miércoles, 23 de abril de 2014

El enojo



Escribo esto sentado desde mi altar. Muchos me ponen distintos nombres. Me llaman de muchas maneras: Dios, Jesús Cristo, Hades, Zeus, Odín, Alá, Ra, Inti o Pacha mama. En el comienzo de todo, cuando cree al ser humano, tomé coraje y bajé a tierra firme. Lo primero que intenté fue camuflarme entre ellos. Se me hacía incomprensible cómo había yo creado algo tan inculto. Primero, no les bastó con llegar al mundo, tener un planeta hermoso, poseer todos los rasgos que cualquier ser querría alguna vez poseer, la inteligencia necesaria para ser feliz. Comenzaron a preguntarse de dónde provenían, y para menor felicidad para mí, me desplazaron, suplantándome por una clasificación de saberes, que la denominaron “ciencia”. Decían ser racionales, objetivos y que seguían los patrones de la naturaleza ¡Pero si a la naturaleza la cree yo! Podrán imaginarse mi desesperación. Luego, pretendieron conocerme. Cuando yo, he caminado entre ellos infinitas de veces. Cuando yo, he dejado mi sangre en la tierra infinitas de veces. Cuando yo les he dado asilo infinitas de veces, cuando ya nadie más lo quiere. Construyeron un edificio para verme ¡No!, jamás. Se creían superiores a mí. Solo queda para agregar, que cuando me animé a bajar por segunda vez –la primera, luego de conocer la “ciencia” me vi obligado a subir- no me urgió nivelar mi inteligencia hacia los niveles del suelo, así que intenté ser inteligente, ser yo ¿pero qué hicieron los incompetentes? No lo podrán creer. Me encerraron por sabelotodo. Esa fue mi última vez, me desaparecí de ese trozo de roca y no volví a bajar. Pero les garantizo algo, si llegara a haber alguna tercera vez, no se olvidarán de mí los sobrevivientes. Mis hermanos aquí arriba me dicen que no dramatice, que piense equilibradamente. Me nombran con frecuencia la creación de edificios donde dicen que yo vivo. Pero tales edificios no son para idolatrarme, solo son para el beneficio de unos pocos. Mi ira se potencia violentamente.

Julián Vega Fischer

domingo, 20 de abril de 2014

Si en realidad existieras

Debiera existir una especie de máquina reveladora que me dijera si es verdad que fuiste carne. Pero como uno debería creer sin ver, no sería válido. Sumándole a eso cada una de mis ofensas, que no vayas a creer que son muchas, perdería la posibilidad de ganarme el boleto directo al paraíso. Así que mejor dejemos las máquinas para cortar pasto, preparar café, o para hacer llamadas telefónicas.
Perdón si te choca que te hable así con tanta confianza, pero la historia dice que sos mi hermano, así que no veo porque tendría que hablarte solemnemente. Confieso que… Uff! Decirte que te confieso me trae la imagen de otros tiempos. Con nueve… diez años, sentada en un banquito de madera, dentro de una especie de caja de madera, hablándole a una rejilla ¡también de madera!, desde donde una voz callada me correspondía.
Me incitaban a que entre en ese espacio incierto, para que le cuente… te cuente, ya no sé, que era todo lo que había hecho mal, mis mentiras, mis peleas con mis hermanos, alguna que otra mala contestación a mis padres. De ahí, toda avergonzada y sin entender bien el proceso, salía disparada del cubículo para ir a ponerme de rodillas a rezar unas plegarias de perdón y limpiar mi alma. ¿Me escuchaste alguna vez? ¡Qué vergüenza! Deje de asistir a estos rituales cuando pude decidir por mi cuenta, no quiero mentirte, pero creo que aún en estos días mucha gente lo sigue practicando.
Volviendo al tema te confieso, no sin arrepentimiento, que a lo largo de los años de mi vida te devolví a la cruz. Te puse túnicas blancas, sombreros altos y resplandecientes metales dorados a tu alrededor. Te llene de palabras vacías, sermones repetidos y mucha hipocresía. Te hice culpable de la maldad en el mundo y del mar de tragedias que sacudieron nuestros territorios. Te alojé en residencias majestuosas y te cubrí de poderes políticos. Me alejé, aún hoy me alejo, no creo en ese circo y no quiero formar parte de eso.
Temo negarte, de veras que temo. Creo que hasta el más escéptico de los hombres, en lo más profundo de su soledad, reconoce que existes. Quiere creer que existes. Necesita que existas. Y yo soy una de ellos. La línea entre el miedo y la fe es muy delgada, tanto que por lo pronto, si estás de acuerdo, prefiero que sigamos este contacto sin intermediarios ¿te parece bien? Estoy casi convencida de que puedo encontrarte donde sea y cuando sea si en realidad existes. 

Yamila Graziano