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martes, 15 de abril de 2014

El dictado

Fallecía la noche. Llegó al edificio y se quedó parado en la entrada unos minutos. Recorrió con sus ojos los cuadros que adornaban las paredes grises y se detuvo en los pliegues de las alfombras rojas que cubrían todo el hall. Se recordó cruzándolo hasta el ascensor. Subió. Su barba delirante se reflejaba en el espejo que había en el interior del elevador. Bajo en el piso quinto. Sintió que la piel se estremecía del frío. El viento inclemente atravesaba una pequeña ventana y helaba sus huesos. Con un preciso golpe logró abrir la puerta, como tantas otras veces la encontró sin los pasadores. Avanzó a tientas mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad del salón pero en sus entrañas crecía la negrura con cada paso. 

Se detuvo unos instantes y respiró. Tranquilizó su alma y aquietó su corazón, que a estas alturas empujaba con fuerza por salir de ese cuerpo. Entró con cuidado en la habitación, distinguió los cabellos enredados en la almohada y se acercó un poco más. Creyó oler el perfume. Ahora su mente se acercaba al recuerdo de sus dedos tocando los mechones oscuros y la repulsión lo volvió a sus pies detenidos al costado de la cama. Escuchó ahora como la respiración dormida retumbaba entre las paredes. Sacó el cuchillo que llevaba en la campera. Ahora un resplandor metálico y brutal llenaba de rojos el lecho que hasta el momento la abrigaba. Se aseguró de que no hubiera más aliento en el cuarto que el propio y se acercó a la ventana. A través del movimiento caprichoso de las telas pudo ver la avenida desierta. Solo algunos pocos transeúntes escuchaban sin percibir, el lloriqueo sordo de su corazón agitado. 

Yamila Graziano

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