Vistas de página en total

miércoles, 30 de julio de 2014

Grises, profundos y tristes

Oscar se encontraba absolutamente desesperado y aterrado. Su hijo había muerto en un accidente automovilístico. Su esposa estaba en un pozo depresivo del cual sería imposible salir. ¿Qué hacer? Él fue quien lo incentivó para que corriera, los autos fueron su locura, y si la locura se transmite en el ADN, su hijo la llevaba, sin lugar a dudas.
La adrenalina, los riesgos, el miedo. Hombres de aventuras fuertes. Aún así, daría lo que fuera por volver a verlo.
Llegó a su casa y abrió las cortinas. Una voz trémula se escuchó a lo lejos…
—Cerrá eso. El sol me molesta- Su mujer era un envase de angustia. Su cuerpo no podía contener tanto dolor. Su pelo enrulado parecía alambre. Se bañaba poco y sólo cuando la obligaban. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar, siempre vidriosos. Las ojeras parecían pintadas. Su silueta se dibujaba en el fondo de la habitación. Una montaña de piel flácida y arrugada que espera simplemente morir.
Obedeció a su esposa y cerró las cortinas. Se fue a la cocina y puso la pava para el mate. Cortó el pan en dos y tomó uno de ellos. Comenzó a masticarlo y contempló el otro pedazo que quedó en la mesada. El pan que tenía en la boca empezó a humedecerse y a despedir un sabor nauseabundo. Escupió rápidamente el trozo con moho. Su mirada quedó fija mirando un punto imaginario…
— ¿Qué pasaría si hubiese comido la otra mitad? No hubiese escupido el pan, el agua no hubiese hervido y ahora estaría tomando mate
— ¿Qué hubiese pasado si mi hijo no corría ese día? Hoy estaría vivo, mi mujer tomando mate conmigo y yo sin esta presión que se hunde en mi pecho.
Oscar se fue a dormir al sofá. No pudo conciliar el sueño. Se miró en el espejo, y lo único que éste le devolvió fueron unos ojos demasiado grises, tristes y profundos.
Se despertó en su cama solo, su mujer no estaba a su lado. Escuchó una voz desde el baño que le dijo:
—Arribaaaaaa! Hasta Darío se levantó ya. ¡No está enojado porque no lo llevaste a la carrera eh!.
Su desconcierto era extremo. “Soñaba” atinó a pensar. Se decía así mismo:
—Despertáte, despertáte —abrió sus ojos y seguía ahí.
—Papá, ¿hoy sí me podés llevar? —dijo Darío cuyas manos le transpiraban de la emoción.
Se levantó de golpe y se clavó la punta de la mesita de luz en el muslo derecho. Insultó.
— ¡Eso no estaba ahí! —dijo mientras se masajeaba la zona golpeada. La mujer se asomó desde la puerta del baño y le grita que la compraron ayer, en el mercado de pulgas.
Con cara desencajada, tomó un abrigo y salió a la calle. No lograba hacer coincidir los hechos lógicamente. Era un sueño. No, no lo era. Caminó sin rumbo y así llegó al parque. Se sentó en el único banco de la plaza que estaba bajo la sombra de un jacarandá. Fijó la vista en el lago artificial. Sus ojos eran los mismos. Grises, tristes y profundos… en demasía. El mundo cambió. No él. Volvió a entrecerrar sus ojos.
Sintió unas cosquillas en los dedos de los pies y miró al piso. Allí estaba, ese perro que no quiso tener, pero ahora grande, besándole los pies.
— ¡Sáquenme esto de acá! —gritó desconcertado. Darío dejó de leer el periódico, se acercó, tomó al animal del collar y le dijo a su padre:
—Papá, te espera mamá en el auto ¿Qué hacés así vestido? Hoy te lleva ella.
— ¿Ah, sí? ¿Desde cuándo maneja?
—Desde que tengo 5 años, pa. Vos no le enseñaste y se fue a una academia.
Otra vez, no entendía qué ocurría. Se aproximó a la ventana y ahí estaba ella. Su pelo recogido, sus ojos delineados y sus dedos en el volante, impacientes. Corrió el vidrio del ventanal y le gritó:
— ¡Andá sin mí! Me siento mal.
Con cara de asombro, sus ojos delineados y en perfecto estado se encontraron con los de Oscar. No era ella. No al menos la que compartió con él todos los momentos vividos, sus decisiones. Aquella mujer no era su cómplice, era otra. Ese no era Darío. ¿Qué buscaba en el diario? ¿Trabajo? Si es corredor.
Con todo el dolor, quiso volver. Si al menos hiciera ese recorrido con su esposa. La real. La que está en la cama. Ni habrá registrado que él no estaba. O quizás, sus otros yo estarían viajando por sus otras realidades. Encontrándose con esposas que no eran las propias y con hijos vivos o sin hijos.
Fue a la cocina y se sirvió una taza de té. Contempló su reflejo en el agua teñida. Levantó su mirada y, casi instantáneamente, unos brazos pequeños lo tomaron de la cintura.
—Abu, ¿Vamos a la plaza?- dijo una voz aguda y suave al mismo tiempo.
Era la cara de su hijo en miniatura. Darío no tenía hijos. Su exnovia había hecho un aborto hacía 4 años, pensó. Todo empezó a cerrar. Sonrió a la niña, y le contestó:
—Pedíle a la abuela.
—Pero abu, yo no conocí a la abuela —dijo la criatura.
Se encerró en la que era la habitación de Darío e intentó comprender. Ahora era un cuarto de juegos.
— ¡Basta, por dios! ¿Cuándo para?
En la mesa del cuarto de juegos, había un trozo de chocolate. Lo partió, y se comió un pedazo. Recordó el pan. Esa opción desechada que siguió su rumbo en otros universos. Y él, sin querer, encontró la puerta que los comunicaba.

Entró a un laberinto del que no sabía cómo regresar. Vio y escuchó a su hijo. Pero ése no era su hijo. Ahora tiene que hallar el camino de vuelta. Su mujer lo necesita y no sabe qué otro yo la podría encontrar. 

Ana Clara Zabala

No hay comentarios:

Publicar un comentario