
La
adrenalina, los riesgos, el miedo. Hombres de aventuras fuertes. Aún
así, daría lo que fuera por volver a verlo.
Llegó
a su casa y abrió las cortinas. Una voz trémula se escuchó a lo
lejos…
—Cerrá
eso. El sol me molesta- Su mujer era un envase de angustia. Su cuerpo
no podía contener tanto dolor. Su pelo enrulado parecía alambre. Se
bañaba poco y sólo cuando la obligaban. Sus ojos estaban rojos de
tanto llorar, siempre vidriosos. Las ojeras parecían pintadas. Su
silueta se dibujaba en el fondo de la habitación. Una montaña de
piel flácida y arrugada que espera simplemente morir.
Obedeció
a su esposa y cerró las cortinas. Se fue a la cocina y puso la pava
para el mate. Cortó el pan en dos y tomó uno de ellos. Comenzó a
masticarlo y contempló el otro pedazo que quedó en la mesada. El
pan que tenía en la boca empezó a humedecerse y a despedir un sabor
nauseabundo. Escupió rápidamente el trozo con moho. Su mirada
quedó fija mirando un punto imaginario…
— ¿Qué pasaría
si hubiese comido la otra mitad? No hubiese escupido el pan, el agua
no hubiese hervido y ahora estaría tomando mate
— ¿Qué hubiese
pasado si mi hijo no corría ese día? Hoy estaría vivo, mi mujer
tomando mate conmigo y yo sin esta presión que se hunde en mi pecho.
Oscar se fue a
dormir al sofá. No pudo conciliar el sueño. Se miró en el espejo,
y lo único que éste le devolvió fueron unos ojos demasiado grises,
tristes y profundos.
Se
despertó en su cama solo, su mujer no estaba a su lado. Escuchó una
voz desde el baño que le dijo:
—Arribaaaaaa!
Hasta Darío se levantó ya. ¡No está enojado porque no lo llevaste
a la carrera eh!.
Su
desconcierto era extremo. “Soñaba” atinó a pensar. Se decía
así mismo:
—Despertáte,
despertáte —abrió
sus ojos y seguía ahí.
—Papá,
¿hoy sí me podés llevar? —dijo
Darío cuyas manos le transpiraban de la emoción.
Se
levantó de golpe y se clavó la punta de la mesita de luz en el
muslo derecho. Insultó.
—
¡Eso
no estaba ahí! —dijo
mientras se masajeaba la zona golpeada. La mujer se asomó desde la
puerta del baño y le grita que la compraron ayer, en el mercado de
pulgas.
Con
cara desencajada, tomó un abrigo y salió a la calle. No lograba
hacer coincidir los hechos lógicamente. Era un sueño. No, no lo
era. Caminó sin rumbo y así llegó al parque. Se sentó en el único
banco de la plaza que estaba bajo la sombra de un jacarandá. Fijó
la vista en el lago artificial. Sus ojos eran los mismos. Grises,
tristes y profundos… en demasía. El mundo cambió. No él. Volvió
a entrecerrar sus ojos.
Sintió
unas cosquillas en los dedos de los pies y miró al piso. Allí
estaba, ese perro que no quiso tener, pero ahora grande, besándole
los pies.
—
¡Sáquenme
esto de acá! —gritó
desconcertado. Darío dejó de leer el periódico, se acercó, tomó
al animal del collar y le dijo a su padre:
—Papá,
te espera mamá en el auto ¿Qué hacés así vestido? Hoy te lleva
ella.
—
¿Ah,
sí? ¿Desde cuándo maneja?
—Desde
que tengo 5 años, pa. Vos no le enseñaste y se fue a una academia.
Otra
vez, no entendía qué ocurría. Se aproximó a la ventana y ahí
estaba ella. Su pelo recogido, sus ojos delineados y sus dedos en el
volante, impacientes. Corrió el vidrio del ventanal y le gritó:
—
¡Andá
sin mí! Me siento mal.
Con
cara de asombro, sus ojos delineados y en perfecto estado se
encontraron con los de Oscar. No era ella. No al menos la que
compartió con él todos los momentos vividos, sus decisiones.
Aquella mujer no era su cómplice, era otra. Ese no era Darío. ¿Qué
buscaba en el diario? ¿Trabajo? Si es corredor.
Con
todo el dolor, quiso volver. Si al menos hiciera ese recorrido con su
esposa. La real. La que está en la cama. Ni habrá registrado que él
no estaba. O quizás, sus otros yo estarían viajando por sus otras
realidades. Encontrándose con esposas que no eran las propias y con
hijos vivos o sin hijos.
Fue
a la cocina y se sirvió una taza de té. Contempló su reflejo en el
agua teñida. Levantó su mirada y, casi instantáneamente, unos
brazos pequeños lo tomaron de la cintura.
—Abu,
¿Vamos a la plaza?- dijo una voz aguda y suave al mismo tiempo.
Era
la cara de su hijo en miniatura. Darío no tenía hijos. Su exnovia
había hecho un aborto hacía 4 años, pensó. Todo empezó a cerrar.
Sonrió a la niña, y le contestó:
—Pedíle
a la abuela.
—Pero
abu, yo no conocí a la abuela —dijo
la criatura.
Se
encerró en la que era la habitación de Darío e intentó
comprender. Ahora era un cuarto de juegos.
—
¡Basta,
por dios! ¿Cuándo para?
En
la mesa del cuarto de juegos, había un trozo de chocolate. Lo
partió, y se comió un pedazo. Recordó el pan. Esa opción
desechada que siguió su rumbo en otros universos. Y él, sin querer,
encontró la puerta que los comunicaba.
Entró
a un laberinto del que no sabía cómo regresar. Vio y escuchó a su
hijo. Pero ése no era su hijo. Ahora tiene que hallar el camino de
vuelta. Su mujer lo necesita y no sabe qué otro yo
la podría encontrar.
Ana Clara Zabala
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